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El tiempo que se va, ya no vuelve

  • Juan Alejandro Echeverri
  • 6 nov 2015
  • 6 Min. de lectura

En las faldas de los Montes de María hay un corregimiento tatuado en mi memoria. Tierra de mariposas amarillas, tambores, y arroz con coco. Sus habitantes siempre están armados con una sonrisa que brilla como el marfil bajo el desgarrador calor de la sabana africana. Por sus venas corre música, y de sus manos provienen los sabores más coloridos y exquisitos. Esa manera de afrontar el destino como si fuera un baile, un fandango más, le da al palenquero una especie de inmortalidad. Aun así, como los hombres blancos, ricos o pobres, no pueden combatir contra la fuerza del tiempo.

A 50 kilómetros de Cartagena y 17 horas de Rionegro, se encuentra la que en el siglo XVI fuera la tierra prometida para los esclavos liberados por Benkos Biohó: San Basilio de Palenque. Cada palenquero guarda su singularidad. Algunos tímidos y recatados, otros acogen los foráneos como si fueran hijos pródigos, también están los ángeles de la guarda que protegen al forastero de todo peligro, no faltan aquellos con las puertas abiertas y a disposición para saciar la curiosidad del visitante, y como olvidar los del chiste y las ocurrencias típicas del Caribe. De todos ellos mi recuerdo escogió para siempre a alguien en particular, a la señora Ana Teresa, quien con su mirada y sus palabras tocó mis fibras, las desconocidas.


*

Ana Teresa es una solitaria palenquera de 91 años, madre de 6 hijos, abuela, bisabuela y tatarabuela. Bajo el inclemente sol de San Basilio de Palenque lo único que hace a diario es barrer, comer y dormir. “Barri na ma, ya no hago más. Barrer y dormir, y come. Si barro me da mareo, si camino también me da mareo. Lo más fácil barre y come, na ma”, así se lamenta con nostalgia la mujer que recorría las calles de Cartagena con una palangana en su cabeza gritando: “Alegría de coco pa que se compre un poco”. San Jacinto, Carmen de Bolívar, Mompos y San Juan también probaron los dulces –alegrías, cocadas, caballitos- que Ana y sus coterraneas vendían durante quince días.

Los años, fueron ellos los que marchitaron un alma trabajadora, vigorosa y llena de vida. Hoy un alma atrapada en un cuerpo flácido, en unos pies cansados, una cara adornada por un escaso pelo blanco que parecen motas de algodón y unos intensos ojos negros cargados de recuerdos… Añoranzas de aquel año 40 tan recordado por Ana Teresa: “Estaba nueva, estaba en mis primeros años carajo, estaba sabrosita… Ojala ese tiempo volviera, pa que me pusiera bonita otra vez”.

Aquellos años en los que si los pies le dolían eran de bailar bullerengue. Esa época en la que sus manos aún tenían fuerzas para sembrar y pilar arroz y maíz o para ir al arroyo a lavar ropa hasta que oliera a patilla, por que “hasta que no oliera a patilla no estaba limpia”.

Y como no va recordar esos días de gozo doña Ana, si la energía era tanta que peleaba con otras palenqueras;

—¿Y quién ganaba?

—Yo ganaba… Les hinchaba la cara,

Se ufana ella contando que fue tan guapa –brava- como Antonio Cervantes Kid Pambele; gloria y orgullo de Palenque por ser dos veces campeón mundial del peso welter junior. Titulo que mantuvo durante casi ocho años.

Recuerdos y más recuerdos que hacen brotar, en Ana Teresa, una sonrisa radiante y sin dientes como la de un recién nacido.


*

Doña Teresa, tuvo la fortuna de vivir en aquel San Basilio de Palenque que era bonito, el Palenque en el que todos eran hermanos. “Palenque estaba unido, que si yo tenía usted tenia, ¡ahora no!”, dice Teresa.

Que no diera doña Ana porque el viento, le devolviera ese paraíso que el tiempo se llevó y hasta hoy no se lo ha devuelto; por volver a sentir una mañana cualquiera, el calor de la hermandad. Añora ella ir a la tienda apoyada en su “palito”, que le sirve de bastón, decirle al tendero que no tiene dinero, y que él no le venda sino que le regale lo que necesita. ¡Porque así era palenque!

Mientras ve pasar los años, Ana Teresa se pregunta por qué y en qué momento todo cambió. Su mirada absorta se pierde en la nada, y responsabiliza al tiempo, “el tiempo lo hizo cambiar, es el tiempo –y con la resignación de quien quiere hacer algo para cambiar la realidad que ven sus ojos, pero no puede, agrega- el tiempo pasado si que era bueno Palenque”.


*

Un kabayito –dulce elaborado con tiras de papaya verde, cocidas con azúcar y clavito- preparado por su nieta Luz todas las mañanas, es una de las pocas cosas que endulzan la vida de Ana Teresa. Su boca de recién nacido, le impide comer lo que más le gusta:

—Arroz con coco, con bledo, y pescado bocachico… De manteca no quiero nada.

—¿Y las alegrías, no le gustan?

—También pero no tengo muelas. Yo trago entero como el pato. No puedo comer cosas muy duras porque me parten la encía.

Pocas son las veces que tiene apetito, ya ni eso, pero cuando le despierta el hambre, se saborea hasta el último pedazo de su “caballo” con el mismo desparpajo que un niño se come un helado.

Doña Ana ya no duerme, la cama le pesa. Ya no va a misa, sus pies solo llegan al patio. Ya no hace mazamorra, ve como su nieta hace dulces. Ya no baila bullerengue, ve pasar la vida sentada en un butaco. Ya no le pide nada a la vida, quiere ir al cielo y encontrarse con sus seres queridos.


*

No sé si haya escuchado aquellas historias de amor de la época del renacimiento. Pero si estoy seguro que Ana Teresa amó y ama a Clemente Torres, con la misma intensidad que Julieta amó a Romeo. Sus ojos me lo comprobaron al preguntarle por su esposo. Que, aunque no fuera guapo como Pambelé, si era bonito como un príncipe azul.

Su alma desborda de melancolía y tristeza cuando le mencionan a sus padres o a sus hermanos. Todas las noches cuando cierra sus ojos los recuerda, y sueña con regocijarse al lado de ellos en el cielo, “ya yo no los espero acá. Ellos si me esperan a mí, allá en el cielo. Yo llego allá, y los abrazo, ¡de la alegría que vi a mis hermanos carajo!”.

Más de veinte años lleva su cuerpo, y en especial su alma, vestida de luto. Hoy, aunque le gustan los “colores bonitos” –colores vivos- lleva un vestido negro en memoria de sus seres amados. A pesar de que ya no estén, doña Ana solo necesita cerrar sus ojos para verlos. “Chimakongo chimalon… Elelo elelo…”, así la llaman su esposo, su madre, su padre y sus hermanos, desde el más allá. Esa canción, el lumbalu o baile del muerto, retumban en sus odios. Su único propósito es encontrar el camino para llegar al lugar de donde proviene aquella melodía.

La mirada, las esperanzas, el corazón, y el alma de Ana Teresa, no pertenecen al mundo de los vivos.


*

El tiempo ha sido el mayor verdugo de doña Ana, el paso de los años se ha encargado de borrar su sonrisa y de apagar aquella chispa tan característica de todo Palenquero. En las entrañas de Ana Teresa hay una pugna, entre la niña inocente que anhela volver a sentir por última vez aquel Palenque de ensueño, volver a sentirse joven para bailar una última pieza de bullerengue, o recibir un abrazo de Clemente. Del otro lado, está la anciana resignada y realista que sabe que está más cerca de la muerte que de la vida, que el tiempo pasó y que aquel año 40 quedó atrás.

Como Ana Teresa, yo también quede enfrascado en un dilema luego de aquel encuentro. Por un lado quisiera que ella aún no acudiera al llamado de su gente, que esos caballitos la llenen de toda esa vida que le falta, que se quede unos cuantos años más en este mundo, otros noventa y uno si es posible, así podré algún día volver a palenque y llevarle ropa de color bonito para que la luzca con su tierna y desdentada sonrisa. Pero también soy consciente de su hastió por la vida, quiero que baile allá, con su gente, para que vuelva a probar el sabor de la felicidad.


Epilogo

Usted me lo dijo doña Ana: “El tiempo pasado ya no regresa más”, y ese encuentro tal vez no se volverá a repetir. Yo sé que los momentos que se van no vuelven, que el tiempo todo se lo lleva y nada nos regresa. Pero, esa escena la guardare en lo profundo de mis ojos, de mi pensamiento; de las lágrimas que broten cuando la imagine volviendo a sonreír.

Este cuerpo no lo permite. Pero este usted en Palenque o en el cielo, mi memoria la hará inmortal, doña Ana Teresa.




 
 
 

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