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Oh, mi amada Medellín.

  • Luisa María Gallo García
  • 6 nov 2015
  • 1 Min. de lectura

Salgo a las 5 am disfrutando el paisaje, -en estas madrugadas he visto amaneceres hermosos, donde todavía está la luna acompañando mi viaje- recorro las montañas invadidas por el asfalto, atravieso un túnel que hace evidente el corte de la montaña, porque mientras estoy cruzando desaparece el ambiente anterior y me descubro en un clima más cálido, la mayoría de las veces. Hoy Medellín me recibió como casi todas estas mañanas, con su olor a gasolina y su interminable ruido. “No es justo”, me digo, ¿Y acaso que es lo injusto? Es salir de mi pueblo, que ya no es tan pueblo, y en una moto junto a mi padre, culebrear entre carros, que me enseñan lo que es estar intranquilo. Agradezco a Medellín que me permite llegar a una Universidad, agradezco los parches felices que allí he vivido. Y aunque lastimosamente Rionegro esté siguiéndole los pasos a la Medellín que se desarrollaba industrialmente mientras yo nacía e inspiraba a Gonzalo Arango a escribir el texto que hoy suscita mi inconformismo, no hay nada que desee más cuando estoy allí que volver al Valle de San Nicolás, a disfrutar del aire limpio que allí queda.


 
 
 

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